En la primer parte de esta unidad vemos suscintamente los
conceptos clásicos de abordaje de las instituciones políticas y la
"madre" de todas las instituciones ("el estado"), en la segunda
parte vemos los enfoques contemporáneos completamente diferentes que rompen con
los postulados básicos del pensamiento clásico, en la tercer parte vemos
aproximaciones generales y solamente indicativas de grandes instituciones de la
sociedad contemporánea: la familia, la salud.
El texto de Cerroni define sintéticamente los conceptos más
clásicos. Las instituciones como “estructuras vinculantes” intra e
intergeneracionalmente que tienden a unificar lo social bajo el peso de lo
normativo que se sobreimpone al atomismo y particularismo de intereses de la
vida moderna. El estado y la constitución son las formas supremas de esta
articulación general que vale recalcar es indisociable de una economía de
mercado individualista (sociedad civil). El Estado y las instituciones unen lo
que previamente el mercado y la libertad individual han separado. Pero el
estado nos remite entonces a un forzamiento, al poder de unificar un pueblo,
una tierra, bajo un mando que se desdobla entre poder constituído (dado,
legitimado, establecido) y poder constituyente (capaz de cambiar las bases
mismas de la legitimación y las fuentes de poder). Es curioso que la palabra
estado no haya tenido un sentido unívoco en la historia: en el Reino Unido se
asocia a gobierno, corona, en Francia a clase y patrimonio, en Italia al poder constituido.
Los estados surgen con la declinación del Imperio y de la Iglesia, y propenden a
fundar nuevas unidades nacionales que compactan mercados, lenguas, cultura,
territorios merced el dispositivo de desdoblamiento: la actividad social es el
contenido de una forma política que la gestiona y administra como sistema
autónomo.
El estado de derecho y el estado de bienestar afianzan la
potencia unificadora merced al respeto a las minorías y a una vocación
igualadora en la satisfacción de demandas a cambio de lealtad. La cultura de
masas es el resultado de esta ósmosis y ajuste recíproco de expectativas entre
elites y masas. La tendencia a la exacerbación del individualismo y la libre
iniciativa lleva a limitar la acción del estado al control formal, a la regulación
de la atomización y por ese camino al debilitamiento de la política que se hace
completamente dependiente de la capacidad de generar consenso.
En Gramsci se subrayan los temas clásicos de la combinación
de la fuerza y la dirección moral como articulación central de la política y el
estado. La posibilidad de la absorción de los adversarios, del transformismo y
el papel de los intelectuales en estos procesos de gestación de hegemonía y
revolución pasiva, son tópicos visitados una y otra vez por el pensamiento
crítico contemporáneo.
Las instituciones de la política versan siempre sobre un rasgo esencial de
vínculo social: el poder. Regulan o convierten en lazo algo tan divisivo como
la autoridad, la fuerza, el mando, etc. Los conceptos de Marx, Weber y Gramsci
(dominación de clase, legitimidad, hegemonía) intentan develar el secreto de la
sujeción y la obediencia. Como se puede ver en el artículo de Thwaites, estas
formulaciones tienen diversos vacíos. Parten de la base de que los sujetos
obedecen en general por la fuerza o por el consentimiento a mandatos que son
unívocos, es decir por la adhesión, o creencia en la validez, legitimidad o
valor de los mandatos sobre los que no pesa contradicción. Sin embargo, la
teoría política contemporánea tiende a despreciar esta idea: los sujetos no
adhieren a los mandatos, no comparten las motivaciones o las justificaciones de
los mismos y pueden obedecer igual. Incluso pueden estar completamente en
contra en su fuero interno y ser esmeradamente obedientes. Pueden simular
obediencia, ocultar sus desobediencias, etc. La relación del sujeto con el
poder es mucho más compleja que la que proviene de la idea moderna de soberanía
sobre la que se funda el estado y las instituciones: la posibilidad de que las
voluntades individuales se proyecten fielmente como voluntad colectiva, o que
haya una voluntad general que represente la voluntad de cada uno.
Con esto pasamos a la segunda parte de la unidad: para el
pensamiento crítico contemporáneo el poder ya no es una soberanía, una voluntad
manifiesta, sino algo que la excede y constituye a los mismos sujetos aunque
adhieran o no adhieran a él.
Para Foucault o Deleuze el poder no son siquiera mandatos y
voluntades, imposiciones, sino simplemente dispositivos o flujos que constituyen
a las voluntades mismas. El poder pasa a ser relacional, un flujo que atraviesa
la voluntad sin dejar rastro.
Para Foucault, lejos de la soberanía, es la guerra el
principio de análisis de las relaciones de poder. Explica Foucault que sus
razonamientos sobre este tema provienen de la indagación sobre el cómo del
poder: por un lado, captar las reglas del derecho que delimitan desde la forma
al poder; por el otro, mirar los efectos de verdad que produce ese poder y que
a su vez permite prorrogarlo. El poder se ejerce como discurso como producción
de la verdad, por ello no solo la busca y la registra sino que nos obliga a
ella mediante el derecho.
Foucault se propone abordar un campo de análisis nuevo: captar el poder por el
lado del extremo cada vez menos jurídico de su ejercicio. Tomar el poder en sus
formas y sus instituciones más locales, que desbordan las reglas que lo
organizan, van más allá de ellas y tienen sus propias técnicas e instrumentos
expandiendo una red polimorfa de lazos de sujeción y sometimiento. En un
procedimiento opuesto al Leviatán, se trata no de mirar al soberano sino la
constitución de los súbditos como sujetos y orientar el análisis hacia las
formas de sometimiento, de sus sistemas locales y hacia los dispositivos de
saber. A esto llama Foucault un método de análisis ascendente que parte de los
dispositivos infinitesimales y solo luego se pregunta cómo se han articulado en
una dominación global. El poder aparece como una circulación, como una cadena,
una red, un atravesamiento. Los blancos del poder también lo ejercen e incluso,
son ellos mismos efectos del poder. El ejemplo de la represión sexual y la
exclusión del loco muestran como el interés burgués pasaba no por el encierro
psiquiátrico o la vigilancia de la sexualidad infantil, sino por la utilización
de estas formas de sometimiento y su aprovechamiento global como formas de
ejercicio del poder. La burguesía generaliza una nueva mecánica de poder que
desborda al poder soberano: el poder disciplinario, un entramado de coerciones
que aseguran la cohesión a ese cuerpo social.
Explica Foucault que el ejercicio del poder se juega entre un derecho de la
soberanía y una mecánica de la disciplina. Las disciplinas son creadoras de
aparatos del saber, de saberes y de campos múltiples de conocimiento. El
comportamiento es codificado no como ley, sino como norma, como
estandarización-normalización basada no en una ética sino en una ciencia.
La teoría de la soberanía se propone necesariamente mostrar cómo un sujeto
entendido como individuo dotado de derechos puede y debe convertirse en sujeto
sometido en una relación de poder.
Foucault se propone en su proyecto general tratar de librar el análisis del
poder de los tres elementos de la concepción soberana: el sujeto, la unidad y
la ley, para centrarse en la verdadera trama básica de las relaciones de poder:
las técnicas, la heterogeneidad y sus efectos de sometimiento.
Conectando con este concepto, se pregunta Foucault si la guerra puede valerse
como análisis de las relaciones de poder y como matriz de las técnicas de
dominación. Si la existencia de la guerra puede considerarse como la primera de
las relaciones, si los fenómenos de antagonismo, rivalidad, enfrentamiento
entre individuos deben reagruparse en el mecanismo de la guerra y si los
conceptos surgidos de lo que se llamaba en el siglo XVIII y XIX, el arte de la
guerra, pueden constituir un instrumento válido para analizar las relaciones de
poder.
A continuación, Foucault retoma la inversión de la frase de Clausewitz y
explica que el principio de “la política como continuación de la guerra”
circuló desde los siglos XVII y XVIII y que fue el prusiano quien la invirtió
como consecuencia de la estatización y profesionalización de la guerra, con su
aparato militar definido y controlado, el ejército.
Foucault sostiene que el poder político no comienza cuando cesa la guerra.
Concluye que hay que decodificar la política como una guerra permanente. Aún
más: solamente desde la posición de combate, desde el antagonismo y la
descentración de los sujetos es que surge la verdad, ya sea porque es un arma
para la lucha como porque la relación de fuerzas permite demostrarla como tal.
La verdad está al lado de la brutalidad y la violencia, y en cambio la razón
del lado de las artimañas y las tácticas sutiles para perpetuarla y difundirla.
Foucault anuncia la guerra de razas como la matriz de
purificación-eliminación-normalización desde donde se articula el discurso de
la guerra permanente que aparece formulado en el S.XVII descartando la
paternidad de Maquiavelo sobre este discurso. La raza no se concibe como
exterior a otras sino como la detentadora de la verdad, la pureza y la norma
que la enfrenta contra las subrazas desviadas que buscan infiltrarla y
corromperla. En el S. XX surge un racismo de estado, una defensa de la sociedad
contra sí misma, contra sus “impurezas”.
El autor explica que la historia hasta cierto momento fue una historia de la
soberanía, una historia que denomina jupiteriana. Al final de la Edad Media aparece una
nueva forma de discurso que hace que los mismos elementos que están del lado
del poder, derecho, ley u obligación, aparezcan del lado opuesto de quienes
escriben esa historia como abuso y coacción. Esta historia se llama la historia
de lucha de razas, la contrahistoria, donde desaparece la identificación entre
el pueblo y el soberano. El discurso histórico se posa en la servidumbre
oscura, la decadencia, el poder secreto que se necesita recuperar. A la primera
historia Foucault la llama historia glorificadora de tipo romano y a la
segunda, historia mítica de tipo bíblico. Esta última no esta unida a tres
funciones como la romana sino a una partición binaria de la sociedad y de los
hombres, por un lado los justos y por otro los injustos, por un lado los ricos
y por el otro los pobres.
El autor plantea que a fines de la edad media, en los siglos XVI y XVII se
comienza a abandonar una sociedad cuya conciencia histórica se basaba en los
rituales de la soberanía y sus mitos, para entrar en una sociedad de tipo
moderno cuya conciencia histórica no se centra en la soberanía sino en la
revolución que promete futuras liberaciones. Será la historia de la denuncia de
que el poder soberano se funda en el azar y la injusticia de las batallas, una
historia de desciframiento. El discurso de la guerra de razas no es
necesariamente patrimonio de los oprimidos, sino que se muestra polivalente y
móvil. Tampoco alude a realidades biológicas sino al hecho de definir dos
grupos de orígenes diferentes cuyas relaciones o cohabitación no pueden
pensarse sin la irrupción de la violencia de luchas y conquistas.
Foucault plantea las transformaciones en el Siglo XX del discurso de la guerra
de razas: el nazismo que reinscribe la problemática de la purificación como
operación biológica a cargo del Estado guardián de la pureza; y el comunismo
soviético que reinscribe la lucha revolucionaria en la problemática del orden
soberano a través de la policía y la figura del “enemigo de clase”. En ambos
casos, el Estado es reintroducido en el discurso de la guerra de razas que
antes lo había anatematizado.
Finalmente, el fantástico concepto de biopoder. Foucault introduce el tema del
cambio del poder soberano en la medida en que deja de centrarse en el derecho a
matar y comienza a preocuparse por el control, la regulación de la “vida”. Si
tradicionalmente el poder soberano significaba el derecho a matar y dejar
vivir, a partir de fines del S XVIII comienzan a aparecer formas de poder que,
a diferencia de las tecnologías disciplinarias focalizadas sobre el cuerpo
individual, ahora van a orientarse a normalizar, regular, controlar y vigilar
el cuerpo colectivo, el hombre/especie. Son las tecnologías del poder sobre la
población, sobre los peligros y riesgos que se ciñen sobre conjuntos
biológicos, dando nacimiento al biopoder. Esta nueva tecnología de poder supone
a partir del S XIX una inversión del derecho tradicional soberano: en vez de
derecho a matar y dejar vivir, ahora el estado se arroga el derecho a hacer
vivir y dejar morir. El poder abre nuevos campos de intervención: la salud y la
salubridad pública, la urbanización, la natalidad y mortalidad, la
escolarización de masas, el medio ambiente, las incapacidades biológicas, etc.
sobre los que va a buscar una regularización operando de manera directa sobre
las fuerzas de la vida. Foucault atribuye el opacamiento de la presencia social
y política de la muerte al ascenso de estas nuevas tecnologías de biopoder para
las que la muerte deja de ser un blanco privilegiado. Las nuevas tecnologías de
control de la vida engendran nuevas formas de saber: la demografía, el
urbanismo, la estadística, etc. dando lugar a nuevas tendencias de
centralización y coordinación de saberes e intervenciones sobre masas humanas y
no sobre cuerpos sometidos a instituciones y técnicas locales, lo que refuerza
el papel del estado y hace regresar por un lugar impensado el viejo poder
soberano.
Es notable el análisis de la sexualidad como entrecruzamiento de ambas
tecnologías del poder: por un lado el disciplinamiento individual y por el otro
el control de la procreación y la conjuración de sus peligros. La sexualidad
acopla el cuerpo y la población y es un blanco permanente de las operaciones de
los dispositivos disciplinarios y biopolíticos.
Foucault plantea que el biopoder entra en relación contradictoria y paradójica
con el viejo poder soberano de quitar la vida: la bomba atómica muestra que la
potenciación del derecho de matar amenaza la vida como tal y por tanto amenaza
el poder específico de “hacer vivir”.
Al analizar el papel del racismo como un “corte” que permite ejercer el derecho
soberano a matar y permite establecer lo que debe vivir y lo que debe morir, el
blanco “población” es objeto de una partición funcional a la guerra. Además con
cierta perspicacia a mi juicio abusiva Foucault plantea que el biopoder
introduce una suerte de sacralización de la muerte como “depuración” basado en
los apotegmas de la selección natural darwiniana. Así tanto hacia los otros
como hacia los propios toda forma biológica de vida humana queda objeto del
poder y sujeta a sus imperativos de normalización de regeneración de la raza,
de su evolución y realización. El nazismo expresa el epítome de esta forma de
poder en la triple caracterización del estado nazi: racista, asesino y suicida,
puesto que la muerte es erigida como medio de regeneración racial sobre sus
propios miembros. ¿Te mato porque quiero que seas mejor de lo que eres? ¿Te
mato y me mato porque no soporto que seas imperfecto?. La muerte del amor
termina en amor a la muerte o al revés.
Deleuze y Guattari ofrecen una lectura inusitada del estado
como mecanismo de captura. En un dispositivo conceptual de tipo distinto de las
codificaciones marxianas o weberianas: aparece un flujo continuo y
entremezclado de elementos semióticos, matemáticos, geográficos de oriente y
occidente, psicoanalíticos, antropológicos, militares, históricos,
tecnológicos, etc. Aquí el estado está metaforizado como “aparato de captura” y
al mismo tiempo es producto de la captura de las máquinas de guerra. Como
Foucault, coloca a la guerra primitiva (grupos nómades de conquistadores) en el
centro de la comprensión de la política pero no como protoforma de la política
sino como el origen mismo del estado. El estado asiático despótico es un corte
histórico y no una evolución: es una sobrecodificación (descodificación,
recodificación) de las máquinas de guerra (las hordas). Es el estado despótico
el que impone modos de producción agraria (experimentación con semillas) más
que ser un fruto de la evolución acumulativa de los excedentes de producción
como en el marxismo clásico.
La existencia de “reservas” o excedente de producción en un
punto comienza a delatar las diferencias productivas entre territorios que
fuerzan un cambio de agenciamiento orientado hacia las “reservas” pero desde un
nuevo lugar: la captura a través de la renta, la moneda y la explotación del
trabajo. El estado como captura convierte a la tierra en territorio, a las
herramientas en actividad y al dinero en intercambio. La captura contribuye a
crear aquello sobre lo que se ejerce (efecto de anamorfosis). La
apropiación violenta de las reservas genera reservas. Frente a este proceso
aparecen luchas: la guerra como intento de desbaratar el aparato de captura
estatal frente a la cual se opone el ejército (máquina de guerra sobrecodificada),
el crimen como captura sin derecho y frente a él la policía que es el derecho
de captura. Así las ciudades independientes guerrearon contra el estado
absolutista y el capitalismo finalmente se impuso a través de la imposición
estatal.
La misma propiedad privada (la idea de derecho de propiedad)
tiene que ser leida como producto de este tipo de mecanismo de captura ya que
no existía en las sociedades despóticas antiguas. La propiedad privada es un
fruto marginal de aquello que no quedaba
codificado: los esclavos libertos, que no tenían lugar en la
codificación de los estados despóticos, lo único que podían tener eran bienes.
La idea de bienes privados aparece como resultado de la “indiferencia” de un
mecanismo de captura hacia lo que permanecía excluido dentro de él: el esclavo
librado a sí mismo. Luego de un largo proceso, finalmente el capitalismo
codifica la esfera privada en oposición al estado como contrato y como derecho
subjetivo.
Es digno de leerse la interpretación de las nuevas tecnologías
de la comunicación modernas como regreso a la esclavitud maquínica donde el
sujeto forma parte del dispositivo máquina: el telespectador es parte de la
televisión.
La evolución del estado contemporáneo nos lleva a la
axiomática:
a) La sobrecodificación permanentemente adiciona y sustrae
axiomas ordenadores de los flujos que hacen variar las políticas sociales y
económicas entre el neoliberalismo (“anarcocapitalismo”, igual que lo dijo
Cristina hace unos meses en el G20) y la socialdemocracia. El totalitarismo es
la reducción al mínimo de axiomas codificadores: la diversidad de flujos
pretende ser controlada por un par de axiomas monetarios (tipos de cambio,
inflación). La socialdemocracia es la
adjunción de axiomas (pleno empleo, inversión pública, asistencia social).
b) Los flujos vivientes plantean resistencias a las
axiomáticas y por tanto las luchas sociales no son indiferentes a estas
axiomáticas. No toda axiomática es recuperación y esterilización.
c) La axiomática mundial tiene tres ejes: centro isomórfico
(Centro /Centro), periferia polimórfica (Centro /periferias) y estados
socialistas heteromórficos (Este/Oeste) que dependen del exterior o mercado
mundial del Capital.
d) Las máquinas de guerra ahora hacen parte suya a los
estados bajo el régimen de disuasión nuclear: la paz del terror. Las máquinas
de guerra son las que instauran la paz, la guerra ya no necesita corporizar un
enemigo exterior.
e) Muy importante: cuanto más sobrecodifican flujos desde el
centro, más se descodifican flujos en la periferia planteando problemas de
axiomática dificil de resolver. La
división del trabajo codificada desde el centro genera periferias en su propio
centro.
f) Fundamental: las minorías son una cuestión no de cantidad
sino de distancia de algún axioma central. Los blancos van a ser un % menor de
población pero no por ello se convierten en minorías. Las minorías son
conjuntos no numerables: “no blanco” no es axiomatizable en tanto multiplicidad
en fuga proliferante. Se pueden agregar axiomas para hacerlos numerables pero
las minorías ejercen la potencia de lo no numerable: el devenir tod@s de las
minorías. La axiomatización genera conjuntos no numerables que se escapan a la
máquina de guerra, el plan del Capital o el burocrático socialista. A los axiomas
se le oponen proposiciones indecidibles según conexiones y líneas de fuga en el
devenir minoría de todo el mundo.
En los textos de Rosanvallon y de Holloway se ofrecen dos
líneas muy actuales de críticas al papel del estado: la sociedad de la desconfianza
y la revolución sin estado, respectivamente.